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domingo, 15 de junio de 2014

Ante la adversidad, es necesario mantener la lucidez


Cada país de la región suramericana es un mundo en sí mismo por las especificidades y particularidades históricas y culturales que caracteriza a cada uno de ellos, más allá de su "destino común". Pero si hay uno en el que se remarcan las diferencias con el resto, ese es Colombia.
De hecho, hoy es el país que tiene –y por las opciones electorales que están en juego va a seguir teniendo por un tiempo– un gobierno de neto corte conservador, si no de ultraderecha. Es el país en el que hicieron pie las políticas militaristas para el dominio de América del Sur que han desplegado, durante gran parte del siglo XX y comienzos de este milenio, los Estados Unidos
Paralelamente, es el único país en el que la dimensión de la violencia política, de niveles por momentos genocidas, tuvo la extensión temporal desde el llamado "periodo de La Violencia" –que para algunos comenzó en 1930– hasta hoy. Y es el país en el que el drama del narcotráfico alcanzó los niveles que alcanzó, tanto comercial como militarmente.
Sólo estas circunstancias, y muchas otras que se derivan de ellas, pueden explicar que el pueblo colombiano esté, a esta altura de los acontecimientos, frente a esta opción electoral de hierro entre la ultraderecha y la derecha.
Para seguir a Marx en eso de que la producción teórica nunca debe contentarse con la mera descripción de los hechos, sino que no debería perder su función transformadora, hay que decir que el hecho de que el gobierno de Santos haya aceptado el diálogo con las FARC es un avance histórico para Colombia que genera, por primera vez en más de medio siglo, el encendido de una luz sostenible al final del túnel de la violencia crónica.
Además, de concretarse esa paz, pondría en evidencia que tantos años de violencia no han sido culpa, mayoritariamente, de las organizaciones guerrilleras, lo que arrojaría claridad sobre el juego real de los distintos sectores políticos en todo este desastre.
La paz también permitiría regularizar definitivamente las relaciones con Venezuela y Ecuador, de gran provecho para los pueblos de los tres países. Alejaría el fantasma de la guerra y acercaría más a Colombia al proceso de integración latinoamericana. Es, precisamente por todo ello, que Uribe y el Tea Party que tiene detrás aborrecen esta salida.
Otra buena noticia es que las fuerzas más progresistas de Colombia, entre ellas el Polo Democrático, parecen haber comprendido que optar tácticamente en elecciones tan trascendentales no significa renunciar a los principios ni a la estrategia de construcción de una izquierda sólida y en condiciones de disputar el poder. Sería bueno que esta tendencia se afianzara, sea que haya que jugar presionando a un gobierno de cuyo triunfo electoral se participó o enfrentando al que ganó a pesar de su oposición. En este segundo caso sería muy bueno que la lucidez que hoy se tiene se continúe, después, en relación a la política de alianzas.

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