La
decadencia del imperio americano (II)
Cuando un
sudoroso Richard Nixon saco su pañuelo,
para secarse la frente, la suerte, en su contra, estaba echada. Era el primer
debate presidencial televisivo de la
historia. Poco se sabía entonces del
impacto real que habría de tener la televisión, que hacía un tiempo que había llegado ya a una audiencia de millones de espectadores, en el curso de unas elecciones presidenciales. Pero ya
empezaba a quedar en claro que, al menos en televisión, una imagen vale más que
mil palabras. Kennedy pareció haberlo anticipado y se mostró rozagante, ágil y dinámico, dándole, precisamente, casi más importancia a
la imagen (de eso se trata, al fin de cuentas, en la tele-“visión”) que al
contenido de su intervención. Aunque no descuidó tampoco este aspecto e
introdujo, sorpresivamente, el debate sobre cuestiones geopolíticas y,
sobre todo, acerca de la firmeza que debía tener EEUU ante Jruschov (URSS),
tema para el que Nixon no estaba preparado. De todos modos este último, afectado por una febrícula (hoy
un asesor de imagen no lo hubiera dejado
participar en televisión en esas condiciones),
no perdió la compostura y se dedicó a remarcar los logros del gobierno de
Eisenhower, del que él había sido vicepresidente. Al menos en temas de imagen
televisiva, por aquel momento en blanco y negro, la democracia norteamericana
parecía lucir bien. La decadencia institucional, no obstante, estaba a la vuela
de la esquina, Tres años después Kennedy caía asesinado bajo las balas, en Texas, y en 1974 Nixon renunciaba a la presidencia
bajo acusaciones de corrupción. La
contundencia de la perspectiva
temporal nos permite hoy confirmar
aquella tendencia decadente. El miércoles pasado observamos, azorados, en CNN,
imágenes televisivas, a todo color, de algo que se pareció más a un riña en el
barro que a un debate por la presidencia de la mayor potencia mundial (al menos, y esto
es lo preocupante, en términos de arsenal militar y nuclear). Los improperios, insultos y agravios, ni siguiera políticos,
sino preferentemente de índole personal,
fueron el único contenido y forma, ya que ni siquiera se respetaron los tiempos
propios de alocución de cada uno. Que Trump lo haya hecho no asombró demasiado,
ya que ese es el estilo que le permitió ganar las elecciones pasadas y eso es
lo que a su electorado parece agradarle de él (lo que indica que la decadencia
norteamericana, como no podía ser de otra forma, tiene también raíces socio
culturales) Pero también vimos, en
primicia, a Joe (sleepy) Biden, insultar y agredir, lo que no se sabe si
lo benefició, por mostrar que tiene algo de sangre en la venas y por lo tanto
está vivo, o si le hizo perder uno de los pocos atributos que lo diferenciaban
positivamente de su grotesco competidor. Lo que sí quedó en claro es que el
escenario lo manejó Trump y que Biden no está en condiciones de manejarse ni
siquiera a sí mismo. Dejemos en manos de
los manipuladores de la opinión publica las conclusiones sobre quién ¿ganó? el
debate. Quedémonos con una conclusión
irrebatible: la decadencia institucional del “Gran Hermano del Norte” es irremontable y lo peor de todo impredecible. Otra
evidencia de la descomposición general del sistema es el “desmanejo”
socio-gubernamental de la pandemia, del que el contagio de Trump y su esposa no
son más que un símbolo patético. La corrosión política es tan grande que si no
fuera porque es demasiado “conspirativista” se podría sospechar que alguien
filtró a un supercontagiador entre el entorno del presidente para generar el
dominó de contagios que lo terminó alcanzando.
Mariano
Ciafardini
Doctor en
Ciencias Políticas